martes, 19 de octubre de 2010

EL PUEBLO QUE SE ESCONDÍA DE SÍ MISMO


Había un pueblo como son todos los pueblos del mundo: con cierta vecindad que se llevaba bien y otra que no, con sus costumbres, con sus rutinas y, también, con un progreso o madurez cultural conseguida. Ese pueblo funcionaba, como he dicho, mínimamente como cualquier otro pueblo pero, unos años antes, casi la mitad de sus conciudadanos habían ajusticiado por linchamiento a un niño homosexual y lo habían enterrado en una cuneta, debido sólo a una concepción religiosa muy errónea que a él lo consideraba “poseído por el diablo” o... maldito. Eso, claro, creó una confrontación de enemistad con la otra mitad que no estaba de acuerdo y se vivieron años, la verdad, muy conflictivos; sin embargo, como los que habían cometido esa barbarie, precisamente eran los que poseían los poderes fácticos, “la vida seguía” para todos y tal hecho, por tal motivo, se olvidó en mucho como un problema ya escondido o echado al lado para no verlo por vivir, mientras, como sea.
Sí, llegó el momento que el pueblo se abrió a la comunidad internacional y ahí, con una equidistancia, había un rigor sobre los derechos humanos o por el interés general del mundo, ciudadano a ciudadano. Entonces, en el pueblo saltó la preocupación sobre lo que había ocurrido, era lógico, su historia no podía excluir uno de sus hechos por la justificación miserable de “hay que seguir sin abrir heridas” pues, su alcalde, así lo dijo:
– “Van a crear división, volver al pasado del odio, esos que no quieren el bien del pueblo y no mirar sólo hacia delante en la dirección que a nosotros nos gusta” (se refería a ese dirigismo que se impuso).
Al instante, ante esas palabras, una voz sensata le respondió:
– “Señor Buenista -que era el nombre del susodicho alcalde-: Arreglar las cosas siempre crea división y no se puede recurrir a no arreglarlas para que no se cree división o por tal miedo. Y eso que hay que arreglar y reponer es la dignidad de aquél niño que aún sigue enterrado en una cuneta, lo más pronto en vergüenza o en responsabilidad, hacer ese arreglo de no tenerlo aún como un perro o sin dignidad, sin que usted ni otras posiciones miserables lo utilicen para más dirigismo, olvido interesado -a una parte- o justificaciones injustificables”.
Cierto, era lo justo para el inocente niño, pero el alcalde repetía, como un disco rallado, lo mismo:
– “Van a volver a las viejas heridas, y ya el mal malísimo del pueblo volverá sólo por esos traidores del perdón y del esconder lo feo para el bien de la gran imagen de este pueblo sencillo de personas que maravillan y que obedecen a lo más divino..." (a esta demagogia facilona le sacó una buena tajada, pues volvió a ganar las elecciones, paradójicamente).
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